En pleno corazón de València, entre el bullicio del casco antiguo y los aromas de la huerta mediterránea, se alza uno de los símbolos más queridos por sus ciudadanos, el Mercado Central. Un edificio de inspiración modernista que deslumbra a los turistas con sus vitrales y cúpulas de hierro forjado, pero que para los valencianos representa algo más profundo, un espacio vivo, un ecosistema en el que se entrelazan sabores, voces, costumbres y oficios que resisten al paso del tiempo. Porque aquí no solo se vende comida. Aquí se transmite cultura, memoria y saber hacer.
Desde bien temprano, cuando la ciudad aún bosteza y el sol apenas roza las Torres de Serranos, los pasillos del mercado ya rebosan movimiento. Los carniceros colocan con precisión sus cortes sobre bandejas de acero, los fruteros limpian los últimos restos de tierra de sus naranjas recién llegadas, y los charcuteros encienden luces que revelan un mundo de jamones, embutidos y quesos curados con paciencia. Oficios que, en muchos contextos, podrían parecer cosa del pasado, aquí se pronuncian con orgullo. Porque ser pescadero, panadero o verdulero en el Mercado Central no es solo un trabajo, es una manera de vivir, una identidad.
Paradas casi centenarias
En uno de los puestos más antiguos del recinto, Sonia González, quinta generación de Carnes José González, nos cuenta cómo su familia comenzó incluso antes de que existiera el edificio actual. “Mi bisabuelo ya vendía carne en la calle, antes de que construyeran el mercado”, recuerda. Para ella, seguir con el negocio familiar no es una carga, sino una forma de honrar un legado. “Supongo que estarían muy orgullosos de vernos aquí, aún al pie del cañón”.
Este tipo de relato se repite a lo largo del mercado. Mª Teresa Martínez, regente de “Tía Teresa”, empezó a despachar a los once años y no ha parado desde entonces. Con ternura en la voz, recuerda cómo sus hijos comenzaron a ayudarle en los días de más faena, y cómo poco a poco se fueron quedando, haciendo suyo ese pequeño mundo de mostradores, clientes habituales y productos frescos. “Sabes cómo se llama cada cliente, lo que le gusta. Al final ya son casi de la familia”, explica. Una confianza que solo se construye tras décadas de trato directo.
El Mercado Central, también lugar de emprendimiento
El Mercado Central es también una historia de relevo generacional. Lejos de la narrativa fatalista que anuncia la desaparición del comercio tradicional, aquí se respira futuro. Jóvenes que han crecido entre cajas de fruta y hielo ahora toman el timón de los negocios de sus padres.
Y no solo eso, también hay quienes, sin herencia directa, deciden apostar por este espacio como plataforma para emprender. Es el caso de Virginia Gallego, cofundadora de “Benvolgut Aperitius”, un puesto dedicado a vermuts y aperitivos ecológicos hechos en Godella. “Vendemos botellas a granel que los clientes pueden recargar, incluso sifones. Es una forma de consumir responsablemente y recordar a nuestros abuelos”, cuenta con una sonrisa. Ella no proviene de una saga de comerciantes, pero se siente parte de esta gran familia que forma el mercado.
Y es que, si hay algo que define al Mercado Central es su capacidad de adaptarse sin renunciar a su esencia. Paco Solaz, charcutero con más de 40 años de experiencia, lo resume con claridad: “Lo mejor que tenemos es el tú a tú con el cliente. Eso no lo consigues en una gran superficie”.
Casi cien años de Mercado Central, tradición e innovación
El mercado también refleja la riqueza cultural de una ciudad cada vez más diversa. En el puesto Tropical Market, Nuria Mares se mezclan ñames africanos, plátanos macho caribeños y mangos dulces del trópico. Su clientela está formada tanto por valencianos como personas de origen extranjero. Ellos buscan en esos productos un puente con sus raíces o una nueva forma de cocinar. “Hay gente que viene a hacer ceviche peruano y te pide choclo, o que simplemente quiere innovar. Aquí encuentran todo”, comenta. Lo interesante es que estos productos, antes considerados exóticos, ya forman parte de la cotidianidad de muchos hogares.
Los pasillos del Mercado Central están llenos de pequeñas historias como estas. La de Emilio Folgado, agricultor y vendedor que compra cada mañana en Mercavalencia para ofrecer fruta sin intermediarios. La de Marián Ventura, cuarta generación de pescaderas, que recuerda haber visto crecer a los hijos de sus clientes. O la de Domingo Rodríguez, el “number one de las especias”, como lo llaman, quien conserva clientes cuyos abuelos ya compraban en su parada. Todos coinciden en algo, este mercado no es solo un lugar de trabajo, es una familia extendida.
Con casi 300 puestos y alrededor de 20.000 productos distintos, el Mercado Central de València no es solo un lugar para hacer la compra. Es un refugio de oficios esenciales, un cruce de generaciones, un corazón que late cada mañana con fuerza propia. Es, en definitiva, un patrimonio vivo.