La belleza es un concepto esquivo, mutante, impreciso. Resulta difícil definir qué es eso que sacude nuestros sentidos y nos impulsa a contemplar: a la realidad accedemos, principalmente, con la mirada. La búsqueda de la belleza y la ilusión de la eternidad son distintivos inherentes a la condición humana y mecanismos para hacer frente a nuestra naturaleza finita y material: somos forma, cuerpo.
En su deambular histórico, la idea de «lo bello», el canon estético por el que nos regimos, ha ido adaptándose a las modas y trasfondos socioculturales de cada época modulando y ampliando caleidoscópicamente las implicaciones de su significación.
Lo paradigmático de la situación actual es la superabundancia de formas y posibilidades de mejora y embellecimiento de nuestros cuerpos —de adaptación al canon— y el espejismo de una posible y obligada conquista de la perfección.
En nuestra sociedad, la dictadura del culto al cuerpo se ve retroalimentada por un capitalismo estético de hiperconsumo que asfixia, con más fuerza que nunca, el desarrollo de nuestras identidades llevándonos por la senda de la insatisfacción. No hay descanso ni refugio en la era de la continua exposición. Internet, Instagram y las cámaras de nuestros smartphones han contribuido a una inflación y una dependencia de la imagen sin precedentes, que no sólo se reproduce sin límites alterando los usos tradicionales del retrato, sino que llega a usurpar nuestra propia identidad. En este mundo virtualizado, donde existimos en función de nuestra presencia digital, nos hemos convertido en nuestros selfies.
El canon estético de hoy lo encarnan actores, cantantes y afamada élite en general. Ellos representan el ideal de la belleza actual: son la imagen del éxito, la juventud y la modernidad. Los atributos representativos de esa belleza, con los que nos bombardean los medios de comunicación, se pueden adquirir en el mercado en forma de productos (ropa, calzado, gafas, cortes de pelo…) que nos prometen el triunfo social y el aspecto anhelado, mientras no dejemos de comprar. Y ahora, cuando la máscara accesoria o el filtro no bastan, los avances de la ciencia y la medicina estética ponen a nuestro alcance una siniestra —por temida y deseada—posibilidad: nos podemos rediseñar.
La modificación del cuerpo a la carta, que incomoda tanto como seduce, desbarata el sentido de lo bello, el artificio y la naturalidad; y pone en tela de juicio nuestras motivaciones y los límites de nuestra propia libertad. Todo es contradicción. La búsqueda de la belleza, tras el velo del placer y la fascinación, oculta la verdad de lo que nos condena: como señalaba Proust, el tiempo, para hacerse visible, busca los cuerpos.