Qué casualidad que todo el mundo coincida en que la primavera es la estación del amor, ¿no? Los pájaros cantan, las plantas florecen y los españoles se quitan el mono de votar después de casi tres años de sequía. Todo resulta más bonito en primavera. Podemos atribuir este fenómeno a los astros o a supersticiones de cualquier índole, pero lo cierto es que existe una explicación científica a todo ello.
Dopamina. Este componente químico es el culpable de que nuestro cerebro desee cosas. Por supuesto que hay otros sistemas mucho más intrincados implicados en la cuestión de amar, pero en lo que se refiere a nuevos amores, ambiciones y deseos, la dopamina es la sospechosa habitual.
La cuestión es que en primavera la dopamina se dispara. ¿Por qué? Porque vivimos nuevas experiencias constantemente. No son “nuevas” como tal, pero el letargo de los meses de otoño e invierno provocan que nuestro cerebro se “olvide” de ellas. Colores, olores más vivos, cuerpos más descubiertos por el calor… todo ello contribuye a que nuestra mente genere cantidades ingentes de dopamina y por ello nos hagamos más vulnerables a Cupido.
Cada mes de abril nuestros cerebros se convierten en factorías de dopamina que nos convierten en adictos al amor. De hecho, los análisis de ondas cerebrales en gente enamorada se asimilan mucho a los de los drogadictos. En ambos casos la euforia se dispara.
Otro aspecto importante que alimenta esta teoría es la ausencia de melatonina en nuestro cuerpo. La melatonina es una hormona que alimenta la sensación de somnolencia y letargo. Durante los oscuros días de invierno, nuestro cerebro es una colmena de este componente. No obstante, cuando llega el sol sus niveles decrecen considerablemente, y esto deriva en un chute de energía importante.
Se conoce además que la melatonina es un potente inhibidor de la testosterona, por lo que su desvanecimiento en los meses soleados repercute directamente en el deseo sexual.
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