Sonaban tambores de guerra en el prólogo del partido que cruzó al Levante y a la Real Sociedad en Anoeta. El ruido fue perceptible en los minutos anteriores del arranque de la confrontación. El feudo guipozcoano expresó su malestar y su incorfomidad justo en el instante en el que los chicos de Eusebio Sacristán traspasaban esa frontera que distancia el verde de la superficie del vestuario; es un paso breve que distancia el cielo de la tierra. No obstante, los lamentos no fueron eternos. En apenas media hora las tornas habían cambiado. El aspecto resalta lo mudable que puede llegar a ser el fútbol. Al Levante no le dio tiempo material para recorrer los afluentes que conducen hacia el atrevimiento y la serenidad. A los ocho minutos Xabi Prieto desprecintaba la portería defendida por Oier. El tiempo puede convertirse en una secuencia difícil de manejar. Puede ser mortífero y temible o puede ser placentero. Los hechos se precipitaron tras la decisión adoptada por Jaime Latre. El colegiado castigó con pena máxima una acción protagonizada por Sasa Lukic en el interior del área azulgrana. El meta de Irún rozó la heroicidad en una estirada imponente. Adivinó las intenciones del cartesiano futbolista local, pero su disparo aunó potencia y veneno y chocó con violencia contra la red.
El gol acentuó los pensamientos divergentes que cada uno de los protagonistas expresaba en los prolegómenos del duelo. Todo parecía sonreir a la entidad realista en el nacimiento de una confrontación que provocaba vértigo con tan solo ponerle la mirada. Había muchos intereses contrapuestos en una cita con calado. Si había una lucha de índole psíquica, en esa batalla general que premia la tenencia y el dominio del balón, la Real parecía aventajar a su oponente. Y los aspectos mentales a estas alturas de la cronología liguera resultan determinantes en el desarrollo de los acontecimientos. La diana era reveladora de todo lo que podía suceder en tierras vascas. Nada mejor que una sobredosis de autoestima para cerrar una herida que parecía supurar. Nada peor que sentir el yugo de la adversidad en lo más profundo del interior. El principio de inquietud que proponía el Levante como medida para erosionar la estabilidad realista saltó por los aires con el partido en su etapa inicial.
Dudas contra certezas. Es evidente que el partido parecía marcado, pese al atisbo de orgullo mostrado por el Levante en los minutos inmediatos. El futbol, en ocasiones, es difícil de descifrar. El adiós del exquisito Xabi Prieto, lesionado tras patear el penalti, lejos de desnortar a la escuadra blanquiazul espoleó su espíritu indómito. La raíz y la respuesta de este plantemiento está en la figura de Canales y en sus botas afiladas. Aquel futbolista que emergió para el fútbol desde la orgullosa e inexpugnable Cantabria, martirizado y fustigado por las temibles lesiones, trata de regresar de nuevo para quedarse. La clase sigue intacta. El talento nunca se difumina, pese a los terribles vaivenes. No estaba entre los escogidos, pero su aportación fue determinante. Se subió con el encuentro en marcha, para darle sentido y consideración. Y para dejar su rastro.
Y no tardó en mostrar sus credenciales explotando el perfil derecho del ataque local. La acción fue recurrente durante la totalidad de la confrontación. Morales prologó el segundo gol conquistado por Juanmi y protagonizó en exclusiva el tercero tras doblar a los defensores granotas en un palmo de terreno. La Real Sociedad llegaba a las inmediaciones del área azulgrana con la furia de un torbellino que nunca se apagaba. Muñiz optó por virar el sistema en la reanudación con la aparición de Roger y Boateng. La salida de Rochina ofreció más argumentos ofensivos. En su estreno con la elástica azulgrana pudo marcar tras plantarse en las inmediaciones de Rulli. La acción pareció penalti. Rochina fue quizás una de las noticias más esperanzadoras de un duelo triste. Roger rozó el gol tras chocar con la madera, pero el partido ya estaba delimitado.